El día jueves 25 de marzo me alisto para un día de clases virtuales debido a la cuarentena decretada para el 70% del país por la autoridad. Mis actividades lectivas partieron la primera semana de marzo, pero ya en febrero los profesores nos reunimos físicamente para preparar el año escolar 2021, por el que tanto se había empeñado el Ministro de Educación, Raúl Figueroa. Sin siquiera alcanzar un mes de clases, nos vimos en la obligación de dejar de lado la presencialidad debido al gran nivel de contagios en el país, en especial la Región Metropolitana.
Aquel jueves en la tarde comencé con una tos que no me dejaba hablar. No entendía a qué se debía esto, porque entendía que al haber recibido la segunda dosis de la vacuna Sinovac el 17 de marzo, suponía que estaba “protegido”. Tristemente hasta ese entonces, no tenía la información que poseo ahora. Obviaba el hecho que a pesar de tener ambas dosis de la vacuna, igual me podía contagiar y que al menos debían pasar 14 días para obtener un grado de protección relevante. A pesar de este desconocimiento, nunca dejé de usar mascarilla y protector facial cuando estaba fuera de mi casa. Era algo instintivo.
Al día siguiente comencé a las nueve de la mañana con las clases, pero ya a las 11 am no daba más. Sentía un gran decaimiento, un dolor de cabeza insoportable y una tos que ya no me dejaba estar frente al computador ni comunicarme con mis alumnos.
Decidí pedir una hora con un especialista. La única disponible para esa misma jornada, fue con una médico broncopulmonar en una conocida torre médica en Providencia. La espera durante el día fue muy larga, ya que cada hora que pasaba empeoraban mis síntomas.
Cuando entré a la consulta de la doctora ella me examinó y me dijo que “lo más probable que sea un virus, pero no sabía cuál podía ser”.
- ¿Está vacunado?
- Sí, con ambas dosis. La última dosis me la puse hace 8 días atrás.
- ¿Qué hace usted? preguntó…
- Soy profesor y estaba con clases presenciales.
- Lo mandaré a hacer una PCR pero estoy segura que será negativo porque no tiene fiebre. Le voy a recetar un jarabe para la tos y tómese este antibiótico.
Con esa indicación comencé a preocuparme y entendí que hasta no tener certeza debía aislarme por el riesgo de contagiar a otra persona.
- ¿Me va a dar una licencia doctora? Tengo que hacer clases el lunes.
- No va a ser necesario, el domingo estará bien
Me detengo a mirar cómo se da un tiempo para escribir a mano las órdenes médicas y después vuelvo a mi casa a recostarme.
La preocupación me despertó temprano el día sábado. Inmediatamente me levanto y voy a un centro médico a hacerme el PCR ante el empeoramiento de los síntomas. Mucha gente en las calles, poca fiscalización, a pesar de la suspensión de los permisos de desplazamiento general. Me impresiona además la cantidad de personas haciéndose el examen.
Al momento de pagar, el cajero me dice: “usted no está ingresado en el sistema Epivigila, así que por favor llene este cuestionario”. Le informo que tengo la orden médica, pero me responde que “la doctora hizo la receta a mano y no lo ingresó al sistema”.
Cuando termino el examen, la TENS que realizó el procedimiento me dice que el resultado estará el día martes, es decir cuatro días de espera.
- ¿Cómo lo hago si tengo que trabajar el lunes y no tengo licencia médica?
Ella me responde, sin mucha preocupación por la burocracia que conlleva, “va a tener que tomar una hora médica por telemedicina y ver si le dan una licencia, ya que la doctora no se la dio”.
Imaginarán el nivel de frustración que sentí con todo esto. Sin nada más que hacer, retorno a mi casa con mucho dolor en todo el cuerpo (en especial la espalda superior), un gran cansancio y un pitido en el oído que se tornó cada vez más agudo. Decido medir mi temperatura y el termómetro marca 38,8º. De inmediato decido buscar algún médico que me pueda atender por telemedicina y, como era de suponer, no encuentro ninguna sino hasta el lunes siguiente.
Es en ese momento cuando decido llamar a un amigo médico sureño (“el Guille”) que, a pesar de encontrarse en otra ciudad, me asiste amablemente. Gracias a su ayuda y consejo, adquiero un oxímetro (que mide la saturación de oxígeno en la sangre y permite monitorear mi nivel respiratorio) y un inhalador, ya que para él, cumplía con toda la sintomatología de un cuadro de Covid-19.
Además, me indica que debo monitorear de manera permanente la saturación que tengo. Si es menor a 90, debo ir a urgencia, sin dudar. Finalmente me advierte que muchos contagiados jóvenes no se dan cuenta cuando están saturando muy mal y tristemente llegan a urgencia tardíamente.
Ya el domingo en la tarde, la fiebre sigue, el dolor de cuerpo no cesa, la congestión se agudiza y comienzo con una disfonía que aumentará con el paso de los días. Claramente no me encontraba en condiciones de hacer clases al día siguiente, por lo que tuve que hablar con mis empleadores, tanto dependientes como independientes, para que me permitieran recuperar clases posteriormente. Quedaba expuesto a su voluntad.
Ya sabrán que somos muchos los profesores que contamos con un contrato a honorarios, lo que hace nuestra fuente laboral más precaria. La mayoría de nosotros debemos trabajar en más de dos establecimientos para poder complementar la renta que nos permita vivir con algo de tranquilidad; en especial los que hacemos ramos relacionados con la educación musical (y artística en general).
Felizmente todos mis empleadores no me hicieron problemas y gracias a eso pude cumplir con el aislamiento y tener una relativa tranquilidad respecto de mis obligaciones laborales.
Sintiéndome cada vez peor y con la incertidumbre aún de no saber si estaba contagiado con Covid-19, se me hizo una eternidad la espera del PCR. Sin ser experto (y tomando en consideración el diagnóstico de mi amigo), ya a esa altura eran pocas las dudas que tenía respecto al contagio, por lo que cuando vi el día martes que era PCR positivo, sólo confirmé mis temores.
Ya habían pasado cinco días desde que vi a la doctora y cuatro desde que me había hecho el examen. Aún con el resultado disponible online, no recibía ningún llamado o notificación de la autoridad de salud sobre mi caso.
El miércoles, amanecí con los mismos síntomas. Decidí entonces llamar a la SEREMI de Salud para notificarles yo que mi test PCR había resultado positivo y poder entregarles mis contactos estrechos para que pudieran hacer la trazabilidad. Al igual que el de cientos de testimonios que he podido leer en las redes sociales, el teléfono dispuesto por la autoridad no respondió. Llamé varias veces, pero nada.
El jueves de mañana, finalmente recibo el llamado desde la SEREMI de Salud de la Región Metropolitana. Me preguntan por mis síntomas y mis contactos estrechos.
Les di toda la información que requerían y luego les comenté mi experiencia con la atención de la broncopulmonar y el que no hubiera adoptado los protocolos establecidos para un posible caso positivo. Le restaron importancia a mi relato y me aconsejaron que tomara una videoconsulta porque “mi voz sonaba mal, se le nota cansado”.
Pero eso no fue lo único. Lo que me dejó más perplejo fue su consejo: “cuídese y si se siente mal, consulte en una urgencia, pero le aconsejo que no vaya porque no hay espacio; está todo colapsado”.
Llega el viernes y comienza el fin de semana largo. Después de 9 días, mis síntomas comienzan levemente a dar señales de mejora, pero sin recuperar la voz. El dolor de cuerpo continúa, al igual que la congestión.
Domingo de tarde surge en mi mente la necesidad de volver hacia atrás y tratar de entender por qué ocurrió esto.
Primero recordé todo el tiempo que me he cuidado durante todo el año de pandemia que hemos vivido. Durante el 2020 y lo que llevaba el 2021, siempre me preocupé de cumplir con todas las recomendaciones de los especialistas. Usé mascarillas KN95, pantalla facial, mantuve distancia física, me lavaba frecuentemente las manos y desinfectaba superficies y artículos del supermercado.
Luego decidí revisar lo hecho durante las últimas dos semanas y, claramente, la situación de mayor riesgo de contagio fueron las clases presenciales. No había estado con otras personas fuera de mi hogar, ni tampoco había compartido con tanta gente en tan poco espacio y tiempo desde el comienzo de la pandemia. De hecho por precaución, ni si quiera tomaba transporte público.
En esos días que me vi obligado a asistir a clases presenciales vi como mis estudiantes iban a clases con mascarillas de género caseras (incluso algunas estaban en muy mal estado) o mascarillas quirúrgicas que se notaban que tenían varios días de uso . Eso sin contar que se les caían a cada rato. Las salas no tenían las condiciones mínimas de ventilación. Todo muy precario a pesar de que el Ministerio de Educación aseguró que estaba todo preparado.
Adicionalmente, pude constatar el exceso de confianza de parte de mis colegas con respecto a la vacunación (en lo que me incluyo). Varios colegas relajaron las medidas una vez que fueron inoculados con ambas dosis, incluso con sólo una. El comentario general era un optimismo falso: “estamos listos”.
Como comprenderán, todo este escenario es una situación de riesgo, perfecto para un contagio y pude darme cuenta que no hay una educación sanitaria en la población general.
¿Cuál ha sido la comunicación de riesgo y de crisis que tenemos en estos momentos? ¿Las autoridades han dado un mensaje claro sobre la necesidad de mantener las medidas preventivas a pesar de recibir las dos dosis de la vacuna, ya que igual uno se puede contagiar e infectar a los demás?
Lo más increíble es que la autoridad ha delegado en la población la responsabilidad de evitar el contagio, sin medidas que obliguen o ayuden a los ciudadanos a cumplir con ellas. En mi caso, si no fuera por mi sentido de responsabilidad social que me llevó a hacer cuarentena desde el día uno y no sentirme confiado por el erróneo diagnóstico de un médico, hubiese tenido cinco días para salir sin restricción, sin cumplir con ninguna medida de aislamiento.
Solo después que me notificó la SEREMI se bloqueó la posibilidad de obtener permisos de comisaría virtual. Esta demora, sin una adecuada educación sanitaria sobre la transmisión del virus, genera el riesgo inminente de esparcir el contagio a muchos otros, con el consecuente dolor y posibilidad de muerte que esta pandemia lleva aparejada.
Este es mi testimonio, con la suerte de poder entregarlo por no haber tenido síntomas más graves, ya que tal vez, la historia sería otra.
Mi deseo es que este relato sirva para que quien se vea expuesto al contagio exija, que al momento de consultar a un médico por sospecha de COVID-19, los ingrese de manera inmediata al sistema Epivigila y así, ese/esa profesional, se haga cargo de notificarlos y darles una licencia médica para guardar cuarentena.
De igual forma, por favor, no esperen que tengan el resultado del PCR. Actúen como si tuvieran la certeza de que se han contagiado. Sé que son muchos los que, al igual que yo, no podemos parar de trabajar, porque tenemos que complementar renta con trabajos a honorarios o porque simplemente ganamos al día.
Por eso es tan necesario que nuestras autoridades comprendan que se requiere una renta mínima universal para todos los honorarios sin trabajo, sin letra chica ni grande, para todos sin distinción.
Resulta imposible hacer una cuarentena real sin la ayuda del Estado. Tampoco es posible realizar una trazabilidad si demoran tantos días en notificar a una persona.
Nos hace falta más educación sanitaria. No existe tampoco una adecuada percepción del riesgo de la situación actual y que la única manera de llamar a todo lo que estamos viviendo como país es: CATÁSTROFE.
Adicionalmente debemos poner atención sobre la importancia de adquirir mascarillas certificadas como una herramienta de protección personal efectiva. En ese sentido, les aconsejo buscar información sobre los proveedores certificados por el único ente validador de mascarillas en Chile: Lictex de la Universidad de Santiago de Chile (@LictexUsach).
Se requiere de manera urgente que la autoridad sanitaria eduque sobre el riesgo, refuerce su mensaje para que todos entiendan que la vacuna no evitará que uno pueda contagiarse, pero sí que no desarrollemos un cuadro grave.
De una vez por todas se deben adoptar las medidas para evitar aglomeraciones en el transporte público y dejar de traspasar la responsabilidad a la población. Sin educación sanitaria y sin el apoyo económico, la responsabilidad de la catástrofe de contagios no es de la población.
Hay muchos colegas, apoderados y trabajadores de la educación contagiados después de un mes de clases presenciales. Más triste aún es que tenemos a más de 111.000 niñas, niños y adolescentes contagiados con Covid-19 desde el inicio de la pandemia, de los cuales 2.279 requirieron hospitalización e incluso tuvieron que afrontar posibles secuelas al recuperarse de la enfermedad como es el Síndrome Multisistémico Inflamatorio (PIMS) que ya ha afectado a 174 menores, dejando a la fecha 3 fallecidos. ¿Es necesario correr este riesgo con este nivel tan alto de contagios? ¿No habrá que esperar que la pandemia esté más controlada antes de forzar la presencialidad?
Hoy, al momento de redactar este testimonio, estoy mejorando a paso lento, pero firme. Estoy recuperando al fin mi voz, aún me duele el cuerpo, la congestión continúa y me canso mucho al hacer tareas muy simples. Esta es una enfermedad seria. No es una gripe. No se confíen, tomen todos los resguardos y no queda otra que vivir en modo pandemia hasta que nuestras autoridades (y por qué no decir la sociedad en general) escuchen y atiendan lo que la comunidad científica recomienda.
De esto saldremos fortalecidos, estoy seguro, pero ahora, ¡a cuidarse mucho!
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