Conocí a Couve luego de escribir para la Revista Chilena de Literatura una breve reseña de La Comedia del Arte. Fue en el invierno del 1996 y apareció en el número 50 de abril del siguiente año. La comedia había sido publicada en 1995. En octubre del 96 fui a dejar a la Escuela de Arte de la Chile pensando que sería oportuno que Couve conociera lo que iba publicar. Ignoraba que el artista tenía concentrado su horario en los días lunes, por cierto, que no coincidimos. La diligente secretaria dejó el sobre en el casillero del profesor.
Luego de casi dos meses una llamada telefónica da cuenta que había recibido el texto y quería que planificáramos a la brevedad un encuentro. En una primera y fallida llamada yo no me encontraba en casa, al mediodía pudimos hablar. Couve daba explicaciones por tanto retraso en su respuesta. El asunto fue que él abría su casillero a fin de año simplemente para echar al tacho de basura invitaciones a exposiciones u otros que jamás asistiría. Entremedio de esas cosas estaba el sobre con mi escrito.
Como buen narrador describió cada movimiento que realizó para acomodarse en un banco a plena luz del día a leer tal escrito. En aquella llamada me confesó que aquel texto “tocaba el alma de su obra” y que le interesaba la perspectiva filosófica de ella.
En aquellos días, yo realizaba un electivo para adolescentes en un colegio y una de las obras que comentamos fue La Comedia del Arte. Logré que aceptara una visita a Cartagena con los estudiantes a los que regaló El tren de cuerdas que firmó a cada uno con su envidiable Mont Blanc.
Se volvió habitual su llamada desde Cartagena al retorno de su larga jornada de los días lunes; me llamaba la atención el modo en que describía los avatares de las contingencias de la vida universitaria y sus histriónicas intervenciones.
En aquellos días buscaba dar forma a la Segunda Comedia, obra que luego apareció, póstuma, bajo el nombre de Cuando pienso en mi falta de cabeza. Aquel original llegó por correo a mi casa, tenía aprensiones que el texto no llegara o fuera devorado por las vacas que merodeaban la Comunidad Ecológica de Peñalolén, lugar de residencia también de sobrinos del artista.
Igual era una imagen divertida, imaginar una vaca con el sobre blanco devorando La segunda comedia. Le dije que estuviera sin cuidado que había una portería y casilleros para dejar a buen recaudo su texto y que por lo demás las vacas igual preferían, en ausencia de pasto, comer espinos que literatura.
Lo visité un par de veces más en Cartagena y en una de ellas, seguramente la última, decidí tomar una foto de su casa; ignoraba que el artista tras los visillos acompañaba la retirada. En un acto de gentileza abrió la ventana y pude disparar con la pequeña cámara y dejar registro de aquel último encuentro. Si Couve veía en la fotografía el golpe de gracia a la pintura, resultó paradojal que fuera con una cámara fotográfica que nos despidiéramos.
En ese breve comentario sugería la necesidad de modificar el título, el texto de Couve me parecía más cercano a un último acto que una Segunda Comedia. Más allá que mi sugerencia haya tenido eco en él, lo claro es que modificó el nombre por “Cuando pienso en mi falta de cabeza”.
Si la decisión de poner fin a su vida era un proyecto que se venía fraguando con cierta antelación, por lo demás, cosa que yo ignoraba, resultaba muy inadecuado dejar un texto con una alusión tan directa al desenlace. Optó por ese humor trágico.
Ya la afirmación “pensar en mi falta de cabeza” es el abandono de todo soporte material como base del pensar. Por otra parte, la alusión a “esa falta de cabeza” que hace referencia a la poca racionalidad del actuar, digamos la función metonímica de ausencia de cabeza por carencia de racionalidad, también comparece frente a dos delirios, el propio del texto y por otra la condición emocional del propio artista.
Los juicios que realizaba, siempre categóricos, al menos en lo que refería a la pintura no dejaban de sorprender. Por ejemplo, que la pintura había llegado a su fin con Paul Cézanne y que lo que vino después, almas en pena que ignoraban su muerte.
La comedia del arte de Couve trata justamente de aquello, la fotografía como la envestida contra la pintura. Me recuerda aquella acción de Aquiles hundiendo su espada en el cuerpo de Pentesilea y al mismo tiempo enamorándose de aquella que aniquila. El propio Couve siguió pintando sin esperanzas como en un gesto inercial. En definitiva, como dice Platón, siempre la perra arisca ladra contra su amor.
Sin duda que su giro hacia la escritura que se había iniciado tempranamente con la publicación de Alamiro (1965), aquel trabajo paralelo a la pintura terminó imponiéndose como su tarea fundamental. Al igual que su pintura, trabajó con máxima economía, el pequeño formato era lo suyo. Ironizaba respecto a tanto novelón de señoras escritoras que atiborraban los anaqueles de las librerías. Él mismo, recordaba que uno de sus editores le decía que sus libros no tenían lomo, aludiendo a la delgadez de sus obras y que los vendedores más experimentados les costaba encontrar sus libros en medio de tan voluminosas obras.
El 11 de marzo del presente conmemoraremos 23 años de su trágica muerte vayan estas líneas como homenaje a un excéntrico artista que sigue dando que hablar.
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