El abuso del poder de octubre causó enorme impacto en la actriz Claudia Di Girolamo y ha dado en ella a luz, en autoría e interpretación, la pieza “Caníbal”, emitida on line por Teatro la Memoria, bajo la dirección de Rodrigo Pérez.
Enfundada en vestuario varonil, el monólogo de la consagrada artista, nos lleva al
discurso de la violencia ejercida desde el Estado, con todas las perversiones,
burocracias y banalidades, ejercidas por los esbirros gubernamentales sin alma.
El diálogo interno, en su crudeza, busca los laberintos de lo testimonial. Desde el
vestuario patriarcal, una acertada escenografía minimalista y la iluminación
funcional, se logra la confesión del ejecutor, como legado eterno de las
atrocidades cometidas en nuestro pasado y presente.
En el montaje virtual, responsable de la compañía de teatro La Provincia, se
expone la historia del proletariado convertido ya en un “precariado”, una involución
política escrita por pluma masculina. Las depravaciones están escritas por
hombres y nacen de la obsesión de Di Girolamo por hacer dialogar al dramaturgo
nacional Juan Radrigán con Samuel Beckett. La actriz le pide permiso a ese Juan,
para poner el texto en el territorio del enemigo.
La rebelión generacional del 18 de octubre, ha carecido de un análisis profundo.
Caníbal es el espacio para hacerla y ponderarla como el círculo vicioso que es
toda barbarie. Ausentes los pensadores y académicos, sólo se ha jugado al
empate ¿La brutalidad de hoy es la misma de la dictadura, los años 60s, la era del
salitre, la crisis 1915-1932? ¿El oprimido del presente es un ciudadano, o se
asemeja más a un presidiario?
Desde 1973 el país fue refundado culturalmente en la agresión, la muerte y la
tortura. La destrucción del Estado y del espíritu republicano, fue una
fenomenología lenta e irreversible. La pobreza verbal en los medios, desmanteló
la lengua en provecho del coa. El manual del abandono, destruyó la educación
pública. Todo fue devorado, por goteo, con el objetivo de instalar muros y celdas
privadas en las mentes-almas de las personas. Y vaya cómo lo consiguieron, tanto
en victimarios como en víctimas.
Para postergar la justicia social, se vendió el cuento del tío de la educación. Los
tres doctorados de un egresado de liceo fiscal, no pesan como las redes laborales
del titulado de uno de los 10 colegios de la élite. No existe el sindicalismo, la
equidad se construye con sueldos y no con post doctorados.
El país fue re edificado sobre todos los antivalores de una cárcel. Somos hoy, más
colonia penal que nunca. La rebelión de octubre, fue un motín carcelario y no una
revolución de terciopelo. En una sociedad de grumos, las nuevas generaciones
están en combate urbano contra la gendarmería del patibulario.
Esta vez las FFEE no reaccionaron al estilo de los ochentas, lo hicieron como anti
motines, disparando premeditadamente a los ojos del sector poniente. Hoy han
salido nuevas generaciones gritando “Paco Perkin” como en la penitenciaría,
plenos de tatuajes y ansias de territorio. Es la puja por zonas, como en una
correccional.
Los centenials no son referentes de masas, pues valoran y aprecian a las barras
bravas y la narco cultura. Son la nueva carne de cañón, para que poetas del
sector oriente luzcan sus diademas muralistas. Adoquines, chuzos y molotov
contra un país con zonas de sacrificio como el estadio, la universidad pública, la
salud primaria, el liceo de techo llovido, la plaza Italia, Quintero-Puchuncaví, o el
barrio donde reinan las balas locas. El duopolio del tráfico de influencias, generó
pandillas y no humanistas como Allende.
Cinturones urbanos de inmolación, versus áreas de privilegios. Sorprende mucho,
cómo el arte en Chile se quedó, al respecto, en una reflexión modelo 1987 sobre
la violencia. Tres décadas después, ésta es más sofisticada, percolada y
compleja, con terribles grises.
El mundo del arte no contó hasta diez y sólo ensalzó, haciendo vista gorda del
profundo proceso de deterioro de la sociedad, donde da lo mismo la destrucción
del ágora público. Se limitan a recolectar con pinzas las consignas grafiteras
similares al mundo de los 60 y no se detienen en las mayoritarias, impregnadas de
neo lenguas tipo Mad Max. Si los poderosos roban y matan, entonces no hay
normas, aceptamos los fuegos artificiales de los narcos, pues las tres décadas de
izquierdas-derechas hicieron crecer a éstos y a las AFPs.
En la cana, debes sobrevivir a los antimotines y a las patotas, ambas cobran por
protección. Los que arrojaron bencina a una profesora y las barras bravas, te
dicen que para marchar debes agradecer su resguardo. El arte y la academia no
cuestionan ese chantaje. No existen reglas como en el box, ahora es el Todo Vale.
Hoy, Albert Camus es un fascista.
Recuerdo al actor famoso y referente del 88 marchando por calle Seminario,
viviendo un nuevo París 68. Sin embargo, cuando trató de salvar a un policía de
tránsito de un linchamiento, casi fue ajusticiado. Luego, luciendo moretones ante
los medios, ese hombre de la cultura, bajó el perfil a los graves hechos. Evoco a
otro líder de opinión, egipcio de la “historia secreta”, diciendo por rrss y en
absoluta hiperventilación, cómo estos temas eran muy secundarios, frente a la
trascendencia del motín.
El poeta Uribe fue negado tres veces y ante los mandriles de las FFEE sólo se
propone el círculo vicioso de la violencia, donde mil cámaras inútiles graban mil
negacionismos. ¿Estamos en medio de una represión clásica desde el Estado y su
gobierno o hemos caído en una riña entre caníbales? ¿Qué dirían Radrigán,
Beckett y Thoreau? Desde el arte y la academia, silencio.
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