La pérdida de una madre, tal vez sea uno de los trances más difíciles en la vida de un ser humano. Y en un momento de Pandemia, cuando los ritos que nos ayudan a despedirnos y confortarnos son muy limitados, canalizar el duelo se hace más complejo. Esta nota está dedicada a todas las familias que han perdido a su mamá en estos meses de crisis sanitaria y social.
Quisimos representar a todas las madres que se han marchado en la figura de Flor María Rojas Bravo, madre del doctor Gonzalo Bacigalupe. Para él y todas las familias que han vivido esta experiencia, les acompañamos con Madre Mía, poema escrito por Gabriela Mistral a Petronila Alcayaga Rojas, su madre y confidente, cuando falleció en 1929.
Madre Mía
I
Mi madre era pequeñita
como la menta o la hierba;
apenas echaba sombra
sobre las cosas, apenas,
y la Tierra la quería
por sentirla ligera
y porque le sonreía
en la dicha y en la pena.
Los niños se la querían
y los viejos y la hierba;
y la luz que ama la gracia
y la busca y la corteja.
A causa de ella será
este amar lo que no se alza,
lo que sin rumor camina
y silenciosamente habla:
las hierbas aparragadas
y el espíritu del agua.
¿A quién le estoy contando
desde la Tierra extranjera?
A las mañanas la digo
Para que se le parezcan:
Y en mi ruta interminable
Voy contándola a la Tierra.
Y cuando es que viene y llega
Una voz lejos que canta,
perdidamente la sigo,
Y camino sin hallarla.
¿Por qué la llevaron tan
lejos que no se la alcanza?
¿Y si me acudía siempre
Por qué no responde y baja?
II
Esta noche que está llena
De ti, sólo a ti entregada,
Aunque estés sin tiempo tómala,
siéntela, óyela, alcánzala.
Algo viene de muy lejos,
Algo acude, algo adelanta;
Sin forma ni rumor viene
Pero de llegar no acaba
¿Y aunque viene así de recta
Por qué camina y no alcanza?
III
Eres tú la que camina,
en lo leve y en lo cauta.
Llega, llega, llega al fin,
La más fiel y más amada.
¿Qué te falta donde moras?
¿Es tu río, es tu montaña?
¿O soy yo misma la que
sin entender se retarda?
No me retiene la Tierra
Ni el Mar que como tú canta;
No me sujetan auroras
ni crepúsculos que fallan.
Estoy sola con la Noche,
La Osa Mayor, la Balanza,
por creer que en esta paz
puede viajar tu palabra
Y rompería mi respiro
Y mi grito ahuyentarla.
Vienes, madre, vienes, llegas,
también así, no llamada.
Acepta el volver a ver
Y oír la noche olvidada
En la cual quedamos huérfanos
Y sin rumbo y sin mirada.
Padece pedrusco, escarcha,
y espumas alborotadas.
Por amor a tu hija acepta
Oír búho y marejada,
pero no hagas el retorno
sin llevarme a tu morada.
IV
Así, allega, dame el rostro,
y una palabra siseada.
Y si no me llevas, dura
en esta noche. No partas,
que aunque tú no me respondas
todo esta noche es palabra:
rostro, siseo, silencio
y el hervir la Vía Láctea.
Así…Así… más todavía.
Dura, que no ha amanecido.
Tampoco es noche cerrada.
Es adelgazarse el tiempo
y ser las dos igualadas
y volverse la quietud
Tránsito lento a la Patria.
V
Será esto, madre di,
la Eternidad arribada,
el acabarse los días
y ser el siglo nonada,
y entre un vivir y un morir
no desear, de lo asombradas.
¿A qué más si nos tenemos
ni tardías ni mudadas?
¿Cómo esto fue, cómo vino,
cómo es que dura y no pasa?
No lo quiero demandar;
voy entendiendo, azorada,
con lloro y con balbuceo
y se rinden las palabras
que me diste y que me dieron
en una y ferviente:
“¡Gracias, gracias, gracias, gracias!”
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